Poser: mi Yo ideal

En Instagram más que en cualquier otra red social, somos fotógrafos, artistas, modelos, humoristas, pero por sobre todo, somos imagen: nos vemos y somos vistos. Y por tanto, proponemos una puesta, damos luz, hay una forma, pero el elemento incuestionable es la repetición. Predomina una manera en cada uno de nosotros, los usuarios, para dejar que nos miren; de seguro una o dos maneras de que nos conozcan, y sabemos cuáles son cada una de ellas.

Con el transcurso del tiempo de vida de las multiplicidad de redes sociales, notamos en ellas que la siguiente característica que evidencia Instagram, es una de las que más nos agobia: el “pretender”. Más usual tal vez el verbo en inglés,“pretend”, es decir, simular algo en lugar de otra cosa. En el slang de las redes hoy y el 2.0, quien pretende en Instagram, - en lenguaje poco más analítico pero igual coloquial-, sería un “poser”. “Poser”, de posar, al igual que en las fotos. Es quien sostiene un modo específico en su personalidad a lo largo del tiempo. Una pose que, para mayor efectividad, tiende a ser generalizada, estandarizada.

Si hablamos de algunas de ellas, hay imposturas totalmente clasificables, sin dudas. No por la ciencia, claro, sino reconocibles dentro de los grupos sociales. Hipsters, personas intelectuales o cool, actores y standuperos, influencers, fotógrafos, y, por otra parte, usuarios cuyo interés es guardar en sus perfiles productos visuales y audiovisuales. La pose es ante todo una fórmula. Y tiende a resultar eficaz. Una impostura se presenta estándar y canónica, y su importancia radica en aquello que conocemos o es conocido. Es decir, deviene en que ya estudiamos qué nos gustó, que gustó al resto, la escogemos y volvemos a ella. Asimismo, como contiene lo esperable de nosotros, se convierte en infalible: quien direcciona a nuestro perfil ya sabe con qué va a encontrarse. En otras palabras, como todo lo que se desarrolla en el tiempo, terminamos por aceptarlo como “nuestro”, como una parte integrante de quienes somos.

Por ende, las redes (e Instagram) parecen darnos libertad de crearnos, de construir nuestra identidad como más cómoda nos quede y guste. Creamos el perfil de un “yo” que admiramos o al que aspiramos...O por otra parte, igual de importante, de uno “yo” que genera identificaciones, (en el mejor de los casos). Con respecto a los cuerpos, resaltamos lo mejor que tenemos, y si es malo, también logramos que se perciba estético. Tiene que verse bien. Estético, artístico. O sexy, si está a nuestro alcance.

En Instagram, a través de todo su contenido, prima el entretenimiento y la estética. También parece serlo su política, ya que, claro está: lo que no es estético no seduce, y lo que no entretiene no sirve. Y esto -es natural-, genera frustración, pero no lo decimos, y lejano está de parecernos un problema de gravedad. La ausencia de likes, la “desaprobación” de quienes nos interesan, -¡o peor!- el que simplemente seamos ignorados. Sin embargo, -lo reconozcamos o no-, todo esto lleva a la neurosis y ansiedad -en lo que estudios científicos empiezan por advertir peligrosidad- porque sentimos que debemos mantenernos en los márgenes que nosotros mismos creamos en nuestra red social con anterioridad. Una dinámica en donde si no cumplo, no sumo, y si no sumo, no gano.

Aunque, sin dudas, los modos de “posar” e imposturas, no se reducen sólo a una categoría social en que diferenciamos distintos estilos en variedades de sujetos. Al mismo tiempo, existen posturas relacionadas con el bienestar, el éxito y la notoriedad. Así es que, por ejemplo, de la mano de esto y quizás como respuesta, recordamos que al sentir del individuo social, no es extraña la envidia. De hecho, tiene mucha historia ya. A esto, en Instagram, se ha referido un artículo del New York Times denominando “Instagram Envy” (‘Envidia de Instagram ́) a aquello que experimentamos cuando no alcanzamos nuestros objetivos marcados por la red social. Más bien, las miradas las obtienen otros, que fueron más privilegiados. Y por ello deseamos lo que creemos que no podemos tener, y tratamos de llegar, de alguna manera, a cumplir la satisfacción consensuada del reconocimiento.


¿Qué ves?

Examinando perfiles, nos preguntamos ¿qué elegimos mostrar? Somos organizadores, planificadores de nuestro contenido, hacedores de nuestra identidad social. Una identidad social que decididamente termina por constituirse en la arena de la virtualidad. Ofrecemos a los ojos de los usuarios una parte de nosotros, esa a la que elegimos.

Pero como toda elección conlleva una decisión, entonces habrán cosas que dejamos afuera. Por lo que es factible preguntarnos: ¿qué hay del otro lado de lo que muestro? Si Instagram nos propone implícita y explícitamente exhibir un personaje o personalidad (respondiendo también a un principio que pueda ser comparable con lo ficticio, lo construído) ¿qué sería entonces “lo real”? Si admitimos que la mayoría del contenido que visualizamos guarda características positivas para una masa, lo que no mostramos ¿es, por tanto, negativo?

Sin más, nos conducimos a la conclusión de que Instagram es en gran parte, un espacio en que poco hay a lo espontáneo, o al arrebato (o se tarda mucho en encontrarlo). Un universo en que los sentimientos “negativos”, como el enojo y la tristeza no existen. Y que, quizá, en eso que podría connotarse negativo o distinto, nos tropezamos con un rasgo auténtico. Tal vez ahí, halláramos rastros de algo acaso “real”. Porque finalmente, entre tanto estético y bello, las diversas imposturas y los incontables likes, no encontramos lugar posible para mostrarnos a veces cansados o incapaces, para sabernos, a la par, por fin, vulnerables.

La felicidad como fin, es ampliamente acordada entre conversaciones en las psicologías, las distintas visiones espirituales, la sociedad; al fin y al cabo, entre los seres humanos, sean cuales fueran las disciplinas o los discursos que prefieran conocer qué deseamos como individuos, qué perseguimos. Así que entonces es comprensible que en Instagram veamos usuarios felices, personas predominantemente exitosas y/o contentas -por lo menos- con quienes son...Todo esto, sencillamente porque lo vimos también en la “vida real”. De tal manera que nos refugiamos en tales distracciones, de tal forma que huimos a cualquier cosa que nos recuerde que somos también finitos, que somos también frágiles.

Es presumible decir que esta red social en que la tanto tiempo pasamos, - entre otras cosas- no haga más que reflejarnos y resaltar eso que es tan viejo en humanos de las sociedades occidentales. Eso que en mayor medida se encargan de recordar y combatir los cuentos y las películas. Seres que no lloran, personas cuyas inseguridades sólo tienen expresión en una porción muy pequeña de su vida personal y más privada, individuos que sólo se ocupan de cosas de mundo y del sistema. Usuarios que sostienen el bienestar en el tiempo como único sentir, humanos cuya postura termina por sugerir que existe la felicidad sin batallas, que estas últimas tienen sólo un recoveco en aquello que no se enseña ni se nombra. Recordamos: nos mostramos, pero no nos mostramos.

Instagram, así como el resto de las redes sociales, ha comenzado por traslucir y acentuar los buenos rasgos y también las vicisitudes de la historia de los individuos de nuestras sociedades modernas. Así que podemos ser positivos en tal punto como en este: en tiempos en que lo personal es público, digamos que quien aloja sus tristezas en el reservorio de su intimidad, guarda todavía con la cuota de misterio e interioridad de la que las redes adolecen.


Por Lucía Alvarez Antoñana

Publicado en sitio web “Queremos Problemas”, noviembre de 2018.
Diseño de imagen: Antonio Lucas Martínez

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